La Historia No Contada de la Familia. Capítulo 3. Saturnina


Capítulo 3. Saturnina. La abuela del pueblo.

Saturnina pasó toda su etapa de adolescencia bajo la tutela de la familia donde estuvo colocada. Desarrolló un carácter rígido, tal vez como mecanismo de defensa para enfrentar las vicisitudes de la vida, pero conservando los valores y espíritu de solidaridad, inculcados por Ismael y Agripina.

Siempre muy buena con todos, muy generosa y sensible, pero no olvidaba fácil a los que le causaron dolor.  No dudo que haya mantenido ese sentimiento con Nieves, así como con las hijas mayores de Barbarita, quienes le hicieron pasar momentos desagradables. Las dificultades de una niñez dura hicieron que desarrollara un caparazón que expedía rigidez, carácter, templanza, típicos rasgos del andino de ese entonces, de esos que llegaron a Caracas en la época gomecista y todo el mundo temía.

Y no es que anduviera exhibiendo esas asperezas, sino que más bien era mecanismo de defensa para blindarse ante las adversidades; dureza de su rostro, líneas de expresión y tono de voz fuerte la mostraban como una mujer regia, de temer, de esas que cuando hablaba, ni propios ni extraños contradecía.

Habiendo nacido en 1916, en pleno apogeo de la dictadura gomecista, ya a sus diez y seis años conoció a Antonio Santos, quien indudablemente quedó deslumbrado de su natural belleza.


Los Santos era una familia numerosa del pueblo, más pudiente que el promedio, muy respetada y con muchos contactos. Antonio Santos, o el maestro Santos, como le llamaban, se dedicaba a la construcción, recibió la propuesta de ir a Maracay a trabajar en la casa hacienda del general Juan Vicente Gómez, ubicada en las delicias. Era muy tentadora la oferta y pronto se vieron rumbo a la ciudad jardín, donde para la época se establecía el poder de la nación, en manos de Juan Vicente Gómez.

La recientemente unida pareja, se integraría al equipo de trabajo de la hacienda casi palaciega del general, en las delicias; transcurrido un tiempo y en virtud de la confianza ganada, el maestro Antonio se convirtió en unas de las manos derechas del general, encargándose de la coordinación y logística de muchas de sus actividades en conjunto con sus edecanes.


Cuentan que era tal la confianza que el general le tenía que solo a él le confiaba ciertas cosas, como el verdadero destino de algunos de sus viajes. Luego que casa militar planificaba una actividad con un destino determinado, el general se apoyaba en el maestro Antonio para canalizar el desvío de la caravana hacia otro, tratando de desarticular cualquier intentona que pudiera ser planificada previamente en base al destino original.

De esa primera relación entre Antonio Santos y la abuela Saturnina, en medio de la bonanza gomecista, nació Elba Elena, el 8 de enero de 1934.


Las circunstancias le permitieron un excelente nacimiento, con buena alimentación y atención médica; como dicen en la tierra, nació en buenos pastos, para referirse a las buenas condiciones de bienestar de las que disfrutó tanto la madre durante su embarazo como la recién nacida en medio de la abundancia en la hacienda gomecista. Pero ese embarazo, quedaría marcado por una anécdota a destacar.

Cuentan que uno de esos días en que el general Gómez recorría su hacienda para disfrutar de su vistosidad, a la vez que inspeccionaba las labores de todos los que allí trabajaban, se topó con la abuela saturnina. Todos, absolutamente todos, a su alrededor se cuadraron con el característico estilo militar para saludar al general.  Sin embargo, él hizo caso omiso de ellos y se fijó en la abuela Saturnina, quien resaltaba con abultada barriga casi a reventar, pues ya estaba en sus últimas semanas.


Una breve conversación se tranzó entre ellos, donde el general hacía preguntas y ella se limitaba a responder:

-      “Ala, ¿Cómo te llamás?”, dijo el general con su acostumbrado tono de voz pausada.
-      “Saturnina Suarez, mi general”, respondió ella, seguramente un tanto nerviosa.
-      “¿Cuantos días le faltan para dar a luz?”, volvió a preguntar el general.
A lo que ella respondiera con los días que estimara en su cuenta.
-      “Aja, muy bien, dígale a su esposo que pase por mi oficina que yo quiero hablar con Ustedes”, dijo el general con voz pausada, y se retiró para continuar con su recorrido.
Todos se miraron unos a otros sorprendidos por la solicitud del general para hablar con ella y su esposo en la oficina. Horas después cuando llegó el maestro Antonio, la abuena le contó sobre su encuentro con el general. Él no estaba más que preocupado por dicho pedido y también la llenó de preguntas:
-      “¿Pero que hizo Usted Saturnina?”, “¿Será que él se disgustó por algo?”
A lo que ella, respondió: - “Yo no hice nada. Sólo lo salude y él me preguntó por mi embarazo”.
Lleno de temores, el maestro Antonio le dijo: - ¿Que hacemos, Saturnina? ¿Será que nos vamos para San Antonio y decimos que Usted tuvo urgencia?
Pero ella con su fortaleza de carácter y a sabiendas que no había hecho malo, le respondió:
-      “Pues vamos a hablar con él. Yo no tengo nada que temer.”
Es así como horas después, pedían al secretario del general, audiencia para hablar con él.
Al día siguiente, cuando se les concedió la posibilidad para ver al general, se presentaron en su despacho de la hacienda.

Cuando la pareja se encontraba en la sala de espera, el general los mandó a llamar y les dijo:
-      “Aja, jovencitos. Vengan acá. Yo lo que quiero es ofrecerle un regalo a ese niño o niña que Usted va tener”, mirando a la cara de la joven trabajadora de su hacienda embarazada.
Un aire de tranquilidad recorrió de arriba abajo al maestro Antonio, cuando las palabras del general despejaron los temores. No en vano, la gente temía represalias por sospechas de sus detractores.

La visita fue muy breve. La pareja salió muy contenta.
- “Yo se lo dije, Antonio. Que yo no había hecho nada malo y que viniéramos a ver que quería el general”. Dijo la abuela.
- “Pues sí, Saturnina”. Dijo el maestro Antonio, guardando en su bolsillo un cheque que minutos antes con gran afecto le entregara el temido general. Nunca nadie se supo el monto del cheque. Solo ellos dos.

Desde entonces, la abuela Saturnina no regresó al pueblo; sus múltiples tareas y compromisos y del maestro Antonio se lo impedían. Más aún, siendo que la Venezuela de ese entonces era muy rural y los medios de comunicación no eran otros que la carretera transandina apenas en construcción, y vías de penetración rural construidas muchas de ellas por los presos de la dictadura, y complementadas por una incipiente radio y el telégrafo.


Para viajar al centro del país, era más fácil tomar un viejo autobús hasta el sur del lago de Maracaibo o la costa oriental y viajar en pequeñas embarcaciones hasta Maracay, Valencia y Caracas. Solo los atrevidos y valerosos andinos de los páramos y pueblos del Táchira se atrevieron a emprender la empresa de montar a caballo hasta Caracas, combatiendo ejércitos enemigos hasta llegar a Caracas, hazaña que permitiera a Cipriano Castro asirse del poder a comienzos de siglo XX, de la mano de Juan Vicente Gómez, su compadre. Pero ya en 1935 complicaciones de salud impedían al general Gómez ejercer con vigorosidad el poder. Y es así como en diciembre de ese año comienzan a correr rumores sobre su crítico estado de salud.

La situación no aguanta más, son muchos los enemigos del dictador y revueltas en las calles lideradas por la generación del 28. La sociedad solo espera que se confirme su muerte. El poder militar, en manos de su ministro de guerra y marina, el general Eleazar López Contreras toma el control. Habiendo nacido un 24 de Julio, como el libertador, el dictador no puede más que morir en otra fecha ilustre, un 17 de diciembre, misma fecha del aniversario de la muerte del libertador.

Es así como un día antes, en la hacienda la Delicias, se da la orden de desalojo a todo el personal. El pueblo enardecido podría invadir las propiedades del general y arremeter contra ellos. Todos toman sus pocas pertenencias, y según lo que el espacio de una o dos maletas le permiten, empacan y parten huyendo en horas de la noche hacia lugares que le aseguren mantenerse con vida, escapando de la saña de los detractores del régimen que perseguían a los andinos en el poder.

Cuando la noticia de la muerte del general Gómez, efectivamente el 17 de diciembre de 1935, se propagó como pólvora y los venezolanos en todas las ciudades y pueblos salieron a las calles a celebrar, ya la abuela Saturnina se encontraba rumbo a San Antonio, su pueblo natal, junto a su hija Elba Elena y el maestro Santos.



El fin de un período había llegado; otro habría de iniciarse.

Los días siguientes al deceso del general Gómez transcurrieron muy tranquilos; la firmeza de las fuerzas armadas y estabilidad social que ésta inspirara a la población en la imagen del General López Contreras era suficiente para que todo continuara tal como siempre.

Pero para la abuela Saturnina y el maestro Santos, era un nuevo comienzo. Habiendo llegado a la casa de los Santos, no podían permanecer allí por mucho tiempo, querían emprender esta nueva etapa en grande. Algo habría que hacer y qué mejor propósito que procurarse una vivienda para el joven matrimonio y su pequeña hija Elba Elena.

Habiendo sido criada en el barrio La Mulata, como en ese entonces se le llamaba al Barrio Ocumare, nada más oportuno y familiar que buscar un hogar cerca de los parientes y amigos que le vieran crecer. Así pues, se dieron a la tarea de buscar vivienda, encontrando la oportunidad de adquirir de manos de Don Renato Cárdenas un amplio terreno en la Calle 8 del mencionado barrio. Para entonces La Mulata era un bucólico poblado de viviendas humildes, la mayoría ranchos de paja o tamo como se le llamaba en la zona, con paredes de bahareque, grandes patios cruzados por cuerdas de alambre para tender la ropa, lo cual no tardaba mucho tiempo en medio del implacable sol que obligaba a la mayoría de pobladores a usar sombrero, más por necesidad que por costumbre.

La mayoría de las calles del pueblo y también las del barrio la mulata eran más bien amplios caminos de tierra, surcado por corrientes de aguas negras que zigzagueaban de un extremo a otro de la calle, tal como lo permitiera su desnivel.

Las viviendas en su mayoría ofrecían cuando mucho un frente de paredes de adobe de barro o bahareque los más pudientes y empalizadas de caña brava cortadas de las orillas del río Táchira los más pobres, o meros estantillos con tres o más tendidos de alambre de púas, que usualmente permitían la entrada y salida de los animales domésticos a su antojo. Los patios todavía mantenían los silvestres cujíes que cubrían con sombra la tertulia de los habitantes de la zona en las tardes de café y deliciosas acemitas de un centavo.

El nuevo terreno recientemente comprado prometía. Tenía suficiente espacio para construir una buena casa con jardines, patio para los futuros hijos y corrales para criar animales, lo cual era para entonces la costumbre de toda familia para poder asegurar la ingesta de carnes y huevos, complementado por las verduras que se traían de las huertas sembradas en las cercanías del río Táchira o las quebradas aledañas como la Capacha o la quebrada Dantera.

El inicio de la construcción de la vivienda no se hizo esperar, había que mudarse de la casa de los Santos cuanto antes. Primero habría de construirse un ranchón en la parte trasera del terreno mientras se avanzaba con la construcción. Fondos para la construcción había suficientes gracias al buen regalo que el general Gómez habría concedido a la joven pareja. Y los dotes del maestro Santos para la construcción, garantizaría el buen avance de la obra.

En el ranchón transcurrieron los primeros años de la pareja. Ya para el 2 de mayo de 1936 la familia recibía un nuevo integrante, otra niña a quien llamaría María Antonia.


Los patios todavía se mantenían repletos de árboles silvestres, algunos con bejucos lianas colgantes donde la pequeña Elba Elena se mecía a placer cuando escapaba del cuidado de la abuela saturnina. Fueron sus primeros pasos y saltos, probablemente los más felices de su infancia, un verdadero edén que guardaría en su memoria para el resto de su vida.

Tan pronto la nueva casa estuvo lista la familia se aprestó para mudarse. Adelante, un largo corredor con piso de adoquines cuadrados, alto techo de caña brava y madera; adelante, un amplio espacio de jardín que pronto estaría cubierto de matas y flores de variadas especies. La entrada principal de la casa, en medio del jardín la constituía una reja de mediana altura que cuando se abría daba paso a un empedrado que conducía hasta el corredor.

Una gran puerta de madera de más de dos metros de altura y dos grandes batientes era la entrada desde el corredor a una amplia sala de altas paredes y elevados techos, igualmente de caña brava y madera, apuntalados de extremo a extremo con gruesas vigas. El techo, de dos aguas con un gran tejado fabricado con tejas de la zona y una gran canal que recibía torrentes de agua de cuando el pueblo era cubierto por las fuertes lluvias de temporada. En la parte posterior de la casa, otro corredor hacía las veces de comedor, mientras un corto pasillo daba paso a la cocina ubicada en forma lateral, con un estrecho corredor. Frente a la cocina otro jardín con matas y flores.

Con tan espléndidas comodidades no fue inesperada la llegada de una tercera hija, Ofermina, quien naciera el 7 de junio de 1937.



Sin embargo, los años siguientes no fueron tan espléndidos. La escasez de trabajo en el pueblo y dificultades económicas hicieron mella en una relación bastante desgastada por las vicisitudes de la época. Cierto día el maestro Antonio viajó nuevamente buscando nuevos horizontes, pero esta vez no se fue acompañado como en la primera ocasión.

Debió haber sido muy fuerte esos días para la abuela, sola con tres hijas, la segunda de las cuales ya mostraba rasgos de condición especial; contaba siempre con el apoyo de su hermano Justo pero tendría que hallar una forma para labrarse su futuro. Y la oportunidad a su debido tiempo llegó. San Antonio contaba para la época con un solo hospital, el mismo hospital San Vicente de Paúl desde hacía muchas décadas, el cual ya no satisfacía la demanda del crecimiento de la población fronteriza la cual sufría de escasez de médicos y muchas carencias de salud. El Ministerio de sanidad ofreció la posibilidad a mujeres de la comunidad de prepararse como parteras, mediante la realización de un curso de estudios básicos de obstetricia. He aquí la gran oportunidad que la abuela Saturnina no dudaría tomar.

El ejercicio de las parteras institucionalizado para la época estaba limitado al parto sin complicaciones, ya que por regulaciones del Ministerio no podían utilizar instrumentos. Ante cualquier complicación o duda, debían referir el caso a un médico autorizado. De todos modos, ya existían de antaño tanto en el pueblo como en todo el país comadronas que ejercían desde tiempos de la colonia, quienes asistían todos los partos, no importando su complejidad.

No tardó la abuela en comenzar a atender las primeras parturientas. No sería fácil. Sería un largo un proceso con cada una desde los primeros meses de embarazo; solo así podía garantizarse que el parto fuera natural y sin complicaciones. Tampoco sería fácil rechazar a aquellas que ya en sus últimas semanas pretendían ser asistidas; a éstas las remitía con los médicos del Ministerio de Sanidad. Pero como era usual en esos tiempos, ya el siguiente año esas que habían sido rechazadas ya las tenía en lista de espera nuevamente. Y así, la abuela ganó muchísima reputación, atendiendo casi todos los partos del barrio y también muchos de otros barrios del pueblo.

Cuantas veces se la divisaba caminar de prisa por las aceras del pueblo con su maletín, cual versión femenina de José Gregorio Hernández. Y no es exagerado decirlo; era ella para centenares de madres en período de gestación, la esperanza de que su embarazo saliera a perfección y que el recién nacido estuviera saludable. En mis días de infancia siempre sentí curiosidad de saber qué contenía ese maletín, qué llevaba allí con tanto celo que le permitía hacer su trabajo y salir airosa en cada parto. Pero no era ningún instrumental que utilizara; la clave de su éxito estaba en su talento y sus manos. Desde el momento en que cada paciente reportaba su embarazo, ella le abría historia y planificaba una o más sesiones mensuales, dependiendo la complejidad del embarazo que avizorara en cada caso. En cada sesión otorgaba a la madre en gestación un masaje, o sobada, como le llamaban en el pueblo, mediante el cual ponía a tono el embarazo. Y es que era tanto el talento y la pericia que desarrollara que con solo su tacto y observación podía visualizar tantas cosas que hoy día un médico solo puede conocer utilizando avanzados equipos tecnológicos y muchos años de estudio. Así pues, podía inferir qué tiempo de gestación tenía la criatura, si estaba en posición o no para nacer, si era uno o mellizos, y no pocas veces se entablaban discusiones en las que aseverara de qué sexo iba a tener. Era tal la pericia que, con solo mirar la forma de las mujeres embarazadas, se atrevían a predecir el sexo de la criatura por nacer. Y pocas veces se equivocaban, riendo cuando ganaban la apuesta a los más avezados médicos.

Así pues, era común oír la siguiente conversación:
-      “Rosario, vaya aprontando ropita rosada porque va ser niña”.
-      “¿Verdad, saturnina, Usted cree?”

Y así las pacientes corrían hacer su canastilla con ropita para niña, pero siempre preparando alguna blanca o amarilla por si acaso salía niño. Pero siempre quedaban conformes.
El costo de la sesión de masaje no era tanto, muchas veces quedaba a elección de la paciente lo que quisiera darle. Estimaría que para los tiempos rondaría 1 Bolívar. El parto tal vez rondaba los 5 Bolívares, pero igual era tanta la pobreza en esos tiempos que muchas madres y maridos no tenían recursos para pagar. Muchas veces vi llegar a mi papá Justo con herramientas a la casa y a mi mamá preguntarle:
-      “¿Justo y esa herramienta?”
-      “Pues me la regaló Saturnina. Una señora no tenía para pagarle la atención del parto y ella le dijo que no se preocupara, que le diera cualquier cosa. Y el marido de la señora como parte de pago le dio la herramienta”.

No aceptar la herramienta en parte de pago tampoco era una opción porque era tal el agradecimiento de la nueva madre, que tenía que sentir que la compensaba con algo. Así pues, luego de atender algunos partos, la abuela regresó a casa con palustres, martillos, mandarrias, entre otras herramientas y utensilios, algunas de las cuales regalaba a otros porque no las necesitaba. 

Solo los más pudientes del pueblo, como guardias nacionales, maestros y comerciantes, aunque barato, podían corresponder con un pago decente. Gracias a Dios que esto podía ser así, porque las tres hijas, Elba Elena, María Antonia y Ofermina esperaban en casa y tenían muchas necesidades que cubrir.

A mediados del año 1942 la abuela sostuvo una conversación con su confidente y entrañable hermano:

-      “Justo, sabes que estoy embarazada”.
-      “¿Y cuál es el problema, saturnina? Ni que fuera la primera mujer en quedar embarazada”.
-      “Es que estoy conviviendo con Juan Vivas y quería comentarle a Usted que le parece si se viene a vivir con nosotros”.
-      “Pues está bien, esta es su casa y ahora él es su esposo. Está bien Saturnina.”
Eran uno para el otro, y no solo esta vez la apoyaba, sino que la motivaba a formalizar y estabilizar la relación.

Su embarazo avanzó con normalidad. Ahora, con su enorme barriga, también tenía que atender a las otras embarazadas, pacientes suyas. Llegados los últimos días de diciembre de ese año le pidió a Juan Vivas que le avisara a su hermano Justo que ya estaba pronta a dar a luz.

Llegado el día 28 de diciembre de ese año, preparó como acostumbraba para sus parturientas, una ponchera de agua hervida, toallas, gazas, tijeras, entre otros implementos y entró a su habitación. Luego de unas horas, se oyó el llanto del recién nacido. Era su primer hijo varón y le pondría por nombre Mauro.

El temple de una mujer guerrera con carácter de recia andina se ponía en evidencia. Para toda mujer la hora del parto inspira preocupación y terror ante el inmenso riesgo que significa tanto para la madre como para el niño por nacer. Pero ella cual amazona, con la confianza en sí misma, se encerraba en su cuarto y recibía los hijos como si fuera un regalo de algún hada que la visitara.
Y así transcurrieron los años, entre recibir los hijos del pueblo en cada parto, y recibir los propios en sus propias manos. De esta manera nació Nelly en 1945, Henry en 1948 y Yuster en 1951. La familia se hizo numerosa, seis hijos y la situación no era boyante. Las dificultades se mantenían y por tanto las tensiones en la relación con Juan Vivas se acentuaron. Su recio carácter y la confianza en sí misma para salir adelante, le valieron la bravura para no tolerar más la relación. Como un día confesara Juan Vivas:
-      “Justo, es que Saturnina tiene un carácter muy bravo; es indomable”.
Finalmente, Juan vivas viajó a Maracaibo donde residían algunos de sus hermanos, buscando nuevos horizontes. El contacto cada vez disminuía y, de esta manera la relación poco a poco se enfrió hasta terminar completamente.

Continuará…

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