La Historia No contada de la Familia Suárez. Capítulo 1. Orígenes
La Historia No Contada de la familia
Esta es la historia no contada de la familia. Esa que transcurre día tras día, y que por ser cotidiana y aparentemente simple para uno, no se escribe y va quedando en la memoria de todos y cada uno. Las generaciones pasan y se llevan consigo sus voces, sus imágenes, sus vivencias, sus alegrías, sus sufrimientos, y no quedan registradas, a veces por orgullo, vergüenza o porque la carrera del día a día nos va arrastrando y no queda tiempo para ello. Las familias preocupadas pueden rastrear sus orígenes varios centenares de años atrás. Otras, como la nuestra, con suerte podemos escribirla desde algo más de un siglo, gracias a esas historias que contaron los abuelos a nuestros padres, y que nosotros, sentados en sus piernas, tuvimos también la suerte de recibir.
Todas esas historias sumadas deben constituir el pilar de inspiración para las futuras generaciones, extrayendo lo mejor de esas vivencias, ejemplos de superación, personal, espiritual y ascenso social. Vital es comprender nuestros ancestros, perdonarlos por sus errores y agradecerles por lo mejor que pudieron dar para que las generaciones presentes pudieran ser lo que son. Y de aquí en adelante, es nuestra responsabilidad hacer nuestras futuras generaciones mejor que las anteriores y mejor que nosotros.
Nuestros hijos, sobrinos y nietos están llenos hoy día de inquietudes sobre el pasado y tienen muchas interrogantes. Si algunos de nuestros ancestros fueron muy reservados y no contaban mucho sobre sus vidas, nosotros si podemos extraer lo que esté al alcance de nuestra memoria para que ellos queden felizmente satisfechos. De ninguna manera será una historia aburrida, sino más bien matizada de detalles, que dejen entrever los escenarios que vieron los personajes, los sentimientos que hicieron vibrar sus corazones, en una suerte de baile que oscila entre lo real e histórico y lo mágico.
Capítulo
1. Los Orígenes.
Corría el año 1876 y Colombia ardía en guerra
civil. Los aires federales espesaban las trifulcas entre el bando conservador y
el liberal. Los primeros pugnaban por impulsar los valores condensados en el
eslogan “Dios, Patria y familia” ante el ímpetu de los liberales por propender
la modernización del país basados en una educación laica.
El pueblito de Chitagá, enclavado en el valle
de los arrayanes, en el Estado Soberano de Santander como se llamaba para la
época, no escapaba a la diatriba. Sus pobladores, hacendosos campesinos y algunos
pocos hacendados, se dedicaban en su mayoría a producir sobre los hermosas
praderas y valles bendecidos por un clima fresco de montaña. En medio de
maravilloso esplendor nace Ismael Dávila, en un hogar humilde dedicado a la
agricultura en terrenos de la familia. Allí cursó los primeros grados de
primaria en la escuela del pueblo y trabajaría apoyando a sus padres en las
labores del campo. Embarga la nostalgia pensar que hoy en día podemos ver idénticos parajes que se mantienen incólumes tale como la laguna encantada, los autóctonos sembradíos, el puente real y antiquísimas casas de tiempos coloniales que con seguridad recrearon su vista.
El estado soberano de Santander recién se
recuperaba del trágico terremoto de 1875, el cual devastara las mayores
ciudades y pueblos de la zona como Cúcuta, Pamplona y el pueblo de Chitagá,
entre otros, también sufriría su parte. Así pues, entre la demanda de jóvenes
llamados a integrar el ejército formal para aplacar los ejércitos guerrilleros
conformados por liberales, y la necesidad de reconstrucción de las ciudades
todavía en ruinas, tan pronto cumplió la mayoría de edad rondando el año 1894, se
marchó a Pamplona en busca de futuro. Allí se unió al ejército, en cuyo
regimiento prestó servicio militar.
Alejado de su familia y en medio de las
vicisitudes de esos tumultuosos días, lo más apropiado era contraer nupcias y
formar un hogar con una buena mujer de la zona; y sería por lo civil y por la
iglesia, haciendo votos, como sus costumbres conservadoras le dictaban. Quiso
Ismael, con el transcurrir de los años que el nombre de esta dama quedara en el
olvido, jamás lo mencionó a nadie.
Los acontecimientos eventualmente mostrarían
por qué. Con la transición de siglo, ya la nueva
pareja era bendecida con un hijo, a quien llamarían José del Carmen; a él Ismael se dedicó con abnegación cada vez que su actividad en el regimiento se
lo permitiera. Siempre fue un padre entregado. Pero las cosas estaban lejos de
mejorar para Colombia, los liberarles volvían con todo tratando de recuperar el
poder y nuevamente las luchas encarnizadas entre facciones se suscitaron,
desembocando en la llamada guerra de los mil días. Mil días de penurias, de
escasez, de separación de familias, miseria y muertes. Ahora eran más los días
que Ismael era enviado a otras poblaciones a enfrentar a los grupos en armas,
ya casi no podía compartir con su familia ni jugar con el pequeño José del
Carmen. Las luchas entre los dos bandos se mantuvieron; los rebeldes liberales
lograron imponerse en el departamento colombiano de Panamá. En todas las demás
regiones el saldo fue una guerra de desgate, sin vencedores ni vencidos.
Tanta separación de su familia por los avatares
de la guerra condujo a Ismael a una etapa de soledad, durante la cual conoció a
Agripina, una hermosa joven de piel blanca quienes quedaron perdidamente
enamorados. Sin embargo, sus principios muy conservadores y apego por su
familia le impedían avanzar en una relación que no fuera con la persona a quien
juró votos frente al altar, su esposa, a quien todavía quería y le esperaba
junto a su hijo.
Corría el año 1903. Los conflictos habían
disminuido en gran medida, solo quedaban enfrentamientos aislados. Sin embargo,
el oficial encargado de conformar y planificar la estrategia del componente
integraba Ismael, lo seguía enviando por largos períodos de comisión. Rumores comenzaron
a llegarle al respecto; era muy extraño que existiera tanta saña de aquel
oficial para enviarlo con tanta frecuencia al frente exponiendo su vida, a lo
que no prestó mayor preocupación en un comienzo. Sin embargo, ante la
persistencia de la orden, y el alejamiento prolongado de su esposa e hijo, un
día no resistió la tentación de regresar a casa de improviso.
Era una tarde noche, cuando llegó a casa, cansado
de recorrer caminos y campos con la mente atormentada por el pensamiento de que
los rumores pudieran ser verdad. Llegó a
la casa, se paró frente a la puerta principal y respiró profundo, tratando de
disipar los malos pensamientos. Abrió la vieja puerta de madera y entró
calladamente. Al llegar a la sala, desde allí pudo ver a través de la cortina que
hacía de puerta, la pareja que yacían dormidos en la cama, confirmando los
rumores. Lo que haya ocurrido en esas circunstancias, a la vuelta de más de
ciento quince años, solo Dios sabe. Un hombre o mujer puede reaccionar de
mil maneras, no hay consejo que valga, solo las bendiciones de una madre que
vio salir a su hijo un día de su pueblo en un país en guerra, sin saber si
volvería.
Lleno de coraje, jurando jamás volver, empacó
unas pocas pertenencias, tomó a su hijo y partió del pueblo. La espesa niebla
de las calles, no le permitió cruzarse con nadie. Mejor así, no quería guardar
en su memoria los rostros de traición, miserias y guerra de esa sociedad,
castigada por las maldiciones de la guerra. Los liberales habían triunfado en
el departamento de Panamá, y se constituía esa nueva república. En el resto de
Colombia los conservadores mantenían el poder.
No había nada que hacer; era hora de salir nuevamente en busca de futuro. Sin mirar atrás, pero colmado de sentimientos, luego de esquivar alcabalas y puestos, cruzó el viejo puente de arcos que marcaba la llegada a San Antonio del Táchira, entrando a Venezuela.
Meses después llegaban las buenas nuevas de que la guerra había terminado, se sellaba un pacto entre Conservadores y liberales, Rafael Reyes Prieto era elegido nuevo presidente, se avizoraba un nuevo período de paz en Colombia. Pero ya era tarde, ya la guerra le había arrebatado parte de su vida, sus padres, hermanos, su mujer y su carrera militar; por lo menos pudo salvar lo más preciado, su hijo José del Carmen.
No había nada que hacer; era hora de salir nuevamente en busca de futuro. Sin mirar atrás, pero colmado de sentimientos, luego de esquivar alcabalas y puestos, cruzó el viejo puente de arcos que marcaba la llegada a San Antonio del Táchira, entrando a Venezuela.
Meses después llegaban las buenas nuevas de que la guerra había terminado, se sellaba un pacto entre Conservadores y liberales, Rafael Reyes Prieto era elegido nuevo presidente, se avizoraba un nuevo período de paz en Colombia. Pero ya era tarde, ya la guerra le había arrebatado parte de su vida, sus padres, hermanos, su mujer y su carrera militar; por lo menos pudo salvar lo más preciado, su hijo José del Carmen.
Llegado a San Antonio del Táchira, se instaló y
buscó trabajo en lo que más sabía, la agricultura, lo que había aprendido con
sus padres en Chitagá. En San Antonio había grandes haciendas de caña de azúcar, como La Guadalupe que demandaban la dedicación de hombres recios, acostumbrados a madrugar y que
no tuvieran temor al implacable sol de verano.
Los primeros meses lidió para que le permitieran llevarse consigo a José del Carmen, quien le acompañaba en la faena o se quedaba con las cocineras de la hacienda, jugando y corriendo con los animales que deambulaban sueltos. Mirando al niño con ternura y preocupación, los obreros y cocineras lo aconsejaban:
Los primeros meses lidió para que le permitieran llevarse consigo a José del Carmen, quien le acompañaba en la faena o se quedaba con las cocineras de la hacienda, jugando y corriendo con los animales que deambulaban sueltos. Mirando al niño con ternura y preocupación, los obreros y cocineras lo aconsejaban:
-
“Mire, Ismael. Usted no puede andar así con ese
muchacho para arriba y para abajo. El necesita una mamá y Usted necesita una
esposa”.
Con cada concejo, Ismael lo meditaba. Hasta que
un día no resistió la idea de pedir que averiguaran en Colombia qué había sido
de Agripina, aquella joven que tanto amó y con la que no pudo llegar a
concretar una relación por las trampas que pone la vida. Pero ésta siempre da
una nueva oportunidad, y era el momento de tomarla.
No tardó Agripina en llegar también a San
Antonio, a petición de Ismael. El agobiante calor, los mosquitos y zancudos de
un pueblo cordial pero plagado de barriadas recién pobladas también por muchos
otros huyendo de la guerra, con calles llenas de barro cuando llovía y
enfermedades por doquier, contrastaba con Pamplona, un pueblo hermoso de aire
fresco y acogedor. Pero era el momento de hacer su vida junto al hombre que
amaba y nada podía interponerse con esa idea. Vivirían juntos sin poder casarse,
impedido por el matrimonio eclesiástico de Ismael con su anterior esposa,
indisoluble solo por la muerte de uno de ellos.
Agripina ahora podía dedicarse al hogar, ayudar
a levantar a José del Carmen y tener muchos hijos, mientras Ismael se dedicaba
a su trabajo en la hacienda La Guadalupe y cultivaba huertas propias en terrenos
baldíos del pueblo, cerca de la hacienda El Centeno y las riberas de la
quebrada La Capacha.
Ya podía sentirse, como en su hogar paterno, cultivando y produciendo como era su pasión.
Ya podía sentirse, como en su hogar paterno, cultivando y produciendo como era su pasión.
Transcurrió cierto tiempo y Agripina quedaba
embarazada por primera vez. Pronto tendría a su primera hija, a quien llamaría
Nieves, la mayor. Luego nacería Elauteria en 1913, Saturnina en 1916 y Justo, el menor de
todos, en 1918. Todos tomaron el apellido Suárez por ser hijos naturales, es decir, la ley no exigía
reconocimiento del padre y éste no aportaba el apellido. Por su parte, José del
Carmen si se apellidaba Dávila, por ser el único hijo legítimo de Ismael.
La vida se desenvolvió tranquila y sin
desavenencias, durante todos estos años, haciendo de su rancho un feliz hogar,
con el patio lleno de animales, flores y plantas medicinales. Podía tomar los
huevos de las abundantes gallinas que poblaban el patio, hacer un buen sancocho
de pollo, o beneficiar un cerdo o chivo cuando así lo quisiese.
La cocina estaba siempre llena de productos traídos
de la huerta: mazorcas, plátanos, chochecos, cambures manzanos, mataburros, auyamas,
ocumos, quinchonchos, cilantro, cebolla, y toda suerte de verduras que se
cosechaban muy bien en los bendecidos terrenos y abundante agua de la zona. Ismael
se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana para pegar muy temprano a
cortar caña dulce en la hacienda, como todos los obreros de esa época, antes de
que el implacable sol se levantara en los extensos cañaverales. En la tarde
noche, era el momento para regar sus huertas. El agua era compartida por otros huerteros,
y había que ir a parar las tapas para inundar las parcelas, para luego cederle
el curso de la corriente a los demás; terminado el riego, era el momento de
cortar los alimentos y cargarlos sobre el hombro a casa. En ocasiones, otros
huerteros se adelantaban y paraban sus tapas, teniendo Ismael que esperar a que
ellos terminaran, para regar sus huertas bajo el sereno ya entrada la noche.
Era una vida monótona, pero llena de espiritualidad, compenetración con la
naturaleza y sencillez.
Una tarde, mientras Agripina
desgranaba mazorcas en el corredor del rancho para sacar maíz para alimentar los animales, sintió
mareos y un fuerte desmayo.
-“¿Qué me pasa, Dios mío?”, pensó para sus
adentros, mientras se apoyaba en la mesa del corredor.
- “Debe ser algo que me cayó mal”. Refiriéndose
al almuerzo
Y presionando su vientre con fuerza como para
discernir si era serio o pasajero lo que sentía, llamó a Nieves para que le
ayudara a incorporarse.
-
“Nieves, mija, venga”.
-
Desde una oscura habitación, Nieves respondió
con desdén. – “¿Qué quiere?”
Los
minutos pasaron, y ante la despreocupación de la joven adolescente, poco a poco
fue levantándose hasta retornar a la normalidad.
Agripina restó importancia al incidente y cuando
rato más tarde llegó Ismael, lo recibió con el afecto de siempre, ofreciéndole
café.
-
“¿Va tomar café, Ismael?”, extendiendo un pocillo
de barro con el fuerte café que había quedado del día.
Ismael
tomó su café y se apresuró a tomar un baño para deshacerse del barro y olor a
monte y humo que los quemados cañaverales dejaban en la piel y en la ropa
durante la faena del corte diurno, cuando la temporada de verano propiciaba
incendios.
Llegado el momento de la cena, la familia se
sentó en torno a la improvisada mesa de madera del corredor, a la luz de una
lámpara de kerosene, cuya llama se agitaba al viento y hacía que las sombras de
todos los presentes, reflejadas en la pared se movieran de un lado a otro, cual
fantasmas. Cada quien tenía en su plato lo que la pobreza del momento
permitiera: tal vez arepas de maíz pilado, cocido y molido en el molino del
patio, acompañadas con boje comprado en la pesa y acompañado de una taza de
agua miel. Terminada la cena, Ismael pronunció sus acostumbradas palabras de
agradecimiento en una especie de rápida oración a Dios. Notando a Agripina algo
indispuesta, y sin preguntar nada, se dirigió al patio para traer agua a la
cocina y esa noche él mismo lavó los pocos trastes que habían sido utilizados.
Luego de asegurarse que todos los animales
estuvieran debidamente en sus corrales, se dispuso a dormir tan temprano como
todos los días, no más tarde de las 8 de la noche, y así poder estar descansado
para otra jornada madrugadora. Todos dormían en una sola habitación, cuanto más
en un catre y esterillas elaboradas localmente con gancho de la corteza de
la mata de plátano y amarradas con cuerda o cabuya de fique. El primero en
acostarse era Ismael, seguido de Agripina, y luego iba llegando uno a uno de
los muchachos tan pronto terminaran sus juegos nocturnos en el patio. La última
usualmente era Nieves, la más rebelde, quien se quedaba a conversar hasta muy
tarde con las amigas más cercanas. Esa noche cuando Agripina se acostó, ya
Ismael se había quedado dormido, y no tuvo oportunidad de comentarle sobre el
desmayo que tuvo durante el día.
Otras semanas transcurrieron y Agripina siguió
haciéndose la fuerte con los síntomas. Hasta que ya no pudo soportar más y su
condición se agravó. Se ignora que pudieron haberle diagnosticado los médicos.
Sus últimos días los pasó en cama, dependiendo de la escasa asistencia de su
hija mayor.
-
“Mija, Nieves, tráigame sopita”, decía con
apagada voz Agripina, ya desgastada por la enfermedad.
-
“Levántese y búsquela Usted misma, floja”,
respondía Nieves con acostumbrado desdén de adolescente malcriada, según
contaban los vecinos que se apiadaban y pasaban a llevarle algo de comer de vez
en cuando.
Comprendiendo que ya no quedaba mucho tiempo,
su último deseo fue casarse con Ismael, para lo cual él envió a José del Carmen
a Pamplona, quien ya rondaba los veintitrés años, para que averiguara si su
esposa había fallecido y poder contraer nupcias con Agripina. Comprobándose que
todavía vivía, tuvo que desistir de la idea del casamiento, siendo que así lo
dictaba el juramento de estar unidos hasta que la muerte los separe.
Meses después Agripina falleció, rondando el
año 1923, con apenas treinta y tres años. No se conoce la causa exacta, postrada
en cama largo tiempo, requiriendo de asistencia hasta para que le llevaran
comida, completamente desasistida mientras Ismael trabajaba. Falleció dejando
huérfanos a Elauteria, Saturnina y Justo, los menores, quienes quedaron
dependiendo de la pobre atención de Nieves, la mayor de las hermanas. No se
conoció detalles sobre el sepelio; en medio de tanta pobreza debió haber sido
muy humilde.
Pobladores del barrio La Mulata, como así
llamaban al barrio Ocumare por esos tiempos, se apiadaban de ver a los
huérfanos jugando en el portón de la casa, ahora vacía y ya sin animales, por
la falta de Agripina que mantenía todo en orden. Relataban haberlos visto,
jugando en medio de la copiosa lluvia, tomando agua de los riachuelos que se
formaban a lo largo de la calzada.
-
“Mire, Saturnina, como cae leche”, decía Justo,
mientras se llevaba a la boca una chícara con agua amarillenta lodosa, que se
parecía al aguamiel con leche de cabra que tomaban.
Tiene que haber sido la bondad de Dios, y la
protección de Agripina, su nuevo ángel guardián, para que esas criaturas no
enfermaran, expuestos en los barriales sin zapatos, los parásitos, los
mosquitos, tantas enfermedades de una Venezuela muy rural. Tal vez, también les
sirvió alimentarse tan natural desde muy temprano, con productos traídos de la
huerta, tomar leche de cabra recién ordeñada. Y también, indudablemente, les
sirvió el sacrificio de su madre, entregando su energía y aliento por ellos, a
tal punto que alimentara con pecho a Saturnina hasta casi los cuatro años, aún
habiendo tenido a Justo dos años después de nacida.
Otra vez, Ismael quedaba solo; ahora no con
uno, sino con tres hijos pequeños. Afortunadamente, la fama de hombre bueno,
trabajador y responsable le ayudarían a conseguir la bondad de una gran mujer
del mismo barrio, Bárbara García, o Barbarita, como cariñosamente le llamaban.
Era una señora muy dulce, amable, quien también había perdido a esposo años
atrás y también cuidaba sola de sus hijos.
Elauteria, Saturnina y Justo fueron llevados al
hogar de Barbarita. Ella sería muy buena con ellos, mitigado en gran medida la
pérdida de Agripina. Elauteria fue colocada en una casa de familia,
a trabajar como servicio, como era la costumbre de la época. Saturnina y Justo
quedaron en casa y en muchas ocasiones sufrían los desplantes de las hijas
mayores de Barbarita, probablemente por el celo natural que sienten los niños
al sentir que unos recién llegados invadían su espacio y competían con ellos
por la escasa comida y el cariño de Barbarita. Sin embargo, Filomena siendo uno
de las menores se crió junto a los recién traídos huérfanos y siempre fue muy
buena con ellos.
Barbarita luego de un tiempo se juntó con Ismael Dávila, tras lo cual un 12 de octubre de 1925, con treinta y ocho años de edad, dio a luz a su
última hija Brígida, quien tampoco pudo recibir el apellido Dávila; solo García, su apellido materno.
Los años transcurrieron bajo el peso de la
rutina. Ismael no era un hombre de vicios, no fumaba, ni tomaba licor. Su única
distracción era tomarse una chícara de guarapo fuerte de piña cuando llegaba
por las tardes cansado a casa para refrescarse y mitigar el efecto del sol y el
trabajo en la hacienda.
-
“Justo, vaya donde Marcos el Tejero y me compra
una chícara de guarapo”, decía al pequeño, quien salía solícito corriendo calle
arriba para traer la típica bebida del pueblo.
Justo, siempre obediente, regresaba pronto a
casa con la bebida; Ismael, como si se tratara de un ritual, tomaba un ají
picante, usualmente traído de la huerta, metía su mano en la vasija de la sal
en la cocina para tomar lo que cupiera entre sus dedos, y acto seguido
masticaba el ají con sal, como si fuera un delicioso aperitivo. Seguidamente,
hacía bajar por su garganta ese aperitivo bebiendo la chícara de guarapo fuerte
casi de un solo sorbo. Nunca se supo desde cuando asumió esa costumbre, si fue
aprendida de sus padres en los labriegos campos de Chitagá, o si la aprendió de
algún curioso yerbatero para curar alguna dolencia. Incluso, no sabemos si lo
considerara una suerte de panacea natural para limpiar la sangre y fortalecer
el organismo, tal como diversas culturas han considerado milagrosas tantas
hiervas.
Poco a poco los hijos de Barbarita fueron emigrando
a la capital, en busca de una mejor forma de vida. El combinado hogar de
Barbarita e Ismael quedaba con la pequeña Brígida, hija de los dos; los hijos
menores del anterior matrimonio de ella, Filomena y el menor José Emilio; y los
de él, Justo y Saturnina.
Todos fueron criados hacendosos, aportando al
hogar con su trabajo. Trabajaban en el matadero del pueblo lavando menudos. De
esto, recibía una escasa paga y podía traer a casa boje, chinchurria, cayo,
panza, vísceras e incluso sangre, con lo cual elaboraban morcillas y demás
productos típicos del pueblo. No había tiempo para estudiar. Tan solo
cursarían el primer grado, suficiente para aprender a leer y escribir lo
básico.
Ahora menos posibilidad habría de estudiar.
Ismael comenzaba a manifestar complicaciones de salud y fue llevado al hospital
del pueblo; allí permaneció recluido por varios días. Tampoco se sabe que
enfermedad le sobrevino. Allí murió a la edad de cincuenta y un años,
aproximadamente. No sería de extrañar que en esto haya tenido mucho que ver su extravagante
gusto de consumir ají, sal y guarapo a diario, afectando los niveles de tensión
y úlceras en el estómago. Sin embargo, como los pueblos siempre están plagados
de cuentos y leyendas, contaron los viejos del pueblo que en esos días ante el
alto número de enfermos, muchos de ellos de enfermedades incurables, les daban
a tomar lo que llamaban “el agüita del descanso”. Supuestamente un grupo de
monjas visitaba a cada enfermo y le entregaban un frasquito que contenía un
líquido desconocido. Tan peculiar nombre le fue dado a dicha medicina, porque
supuestamente los pacientes que la bebían fallecían. Alguno que haya fingido
tomarla, y salvara su vida, pudo haber sido la fuente de los rumores.
De esta manera llegó Ismael al final de su
camino. Salió un día de su hogar en busca de futuro, y jamás regresó. No fue un
hombre letrado ni culto; pero ciertamente fue un hombre honrado, quien sembró a
sus hijos muchos valores, ejemplo por el trabajo, responsabilidad y respeto. Sus
hijos, en particular Saturnina y Justo, lo recordaban con una mezcla de
sentimientos: admiración y lástima. Admiración, porque fue un gran hombre que
luchó por ellos hasta donde pudo; y lástima, porque sabían que fue un hombre
muy sufrido, a quien la vida tendió trampas y el amor siempre esquivó.
Como personas de pueblo, las olvidadas tumbas
de Ismael y Agripina quedaron en el abandono; ya desintegrados por el tiempo,
los ataúdes de madera de la época se encargarían de unir sus restos sobre la
misma tierra que los recibió para que vivieran sus últimos días. Muchos años más tarde, el viejo cementerio del pueblo donde yacían sus restos, fue demolido para construir uno nuevo con mayor capacidad; en el sitio se dio inicio a la construcción de una nueva escuela, el Grupo Escolar República de Cuba.
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